viernes, 30 de enero de 2015

Castidad. Parte 14



Viajaba por las calles del pueblo para el centro a bordo del auto que por fin había pasado por el convento. Era la última vez que estaría ahí; no pude despedirme de nadie, no pude dar una última vuelta, no pude tomarme una última taza de café. Pero la tristeza no me embargaba, sino la alegría de lo que venía; de lo que pasaría con mi vida de ahora en adelante. 

Me sentía como una mujer nueva, con nuevas cosas por delante, con tanta felicidad que me esperaba; con alguien y aunque me había prometido de que nunca dependería mi felicidad de un hombre o mujer, la hora me había llegado y era tiempo de decir:

-Nunca digas nunca-

Llegamos, me baje y mire en todas direcciones; nada. Me quede parada hasta que el cansancio me empezó a molestar y decidí irme a sentar a una banca con la preocupación de que no estaba del todo visible y talvez no me vería mi amado. 

Puse y caja de seguridad a mi lado y espere. La gente iba ay venía y seguía esperando. Comenzó a oscurecer y seguí esperando; las luces de la explanada se prendieron alumbrando la mayoría de los rincones de la plaza y aunque ya era la única en ese lugar, seguí esperando. 

 Un auto pasó lentamente por el cuadro de la explanada y se detuvo enfrente de mí. Era su auto.
Nadie salió de él y no reconocía si iba solo el conductor o con alguien más por la oscuridad pero me levante de mi lugar, tome la caja de seguridad y camine hacía el carro. 

La puerta de atrás del conductor se abrió y salió un hombre gordo con jeans y camisa de cuadros roja.  Quede congelada al verlo caminar hacía el maletero, abrirlo y sacar un costal que coloco en sus brazos y después tiro en la acerca enfrente de mí. 

Mi mirada se fijó en ese costal sin importarme que el hombre se subiera al carro y esté se fuera tranquilamente por la calle hasta desaparecer en una esquina. 

Seguía inmóvil, a unos metros del costal hasta que este se movió un poco. No sé porque pero corrí hacía él, me puse de rodillas y abrí el costal. 

Algo presentía, algo sabía, algo estaba en mi mente de lo que estaba pasando y me estaba advirtiendo que mientras más el tiempo pasara más probables se volvían las malas noticias; pero no peor de todas. 

De inmediato que lo vi dentro del costal comencé a llorar descontroladamente. Todo ensangrentado, golpeado, débil en su respiración y en su parpadear que cubrían sus ojos hinchados que me veían con pena y vergüenza, con dolor y lastima, con amor y pasión. 

No éramos capaces de decir una palabra, yo en mi sollozo y el en su dolor hasta que su parpadear se detuvo y su respiración seso. Había muerto en mis manos el hombre que ame a primera vista. 

No hubo un adiós o un te amo, solo lágrimas y dolor. 

Este había sido el fin de todo, el último encuentro.

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