Viajaba por las calles del pueblo para el
centro a bordo del auto que por fin había pasado por el convento. Era la última
vez que estaría ahí; no pude despedirme de nadie, no pude dar una última
vuelta, no pude tomarme una última taza de café. Pero la tristeza no me
embargaba, sino la alegría de lo que venía; de lo que pasaría con mi vida de
ahora en adelante.
Me sentía como una mujer nueva, con nuevas
cosas por delante, con tanta felicidad que me esperaba; con alguien y aunque me
había prometido de que nunca dependería mi felicidad de un hombre o mujer, la
hora me había llegado y era tiempo de decir:
-Nunca digas nunca-
Llegamos, me baje y mire en todas
direcciones; nada. Me quede parada hasta que el cansancio me empezó a molestar
y decidí irme a sentar a una banca con la preocupación de que no estaba del
todo visible y talvez no me vería mi amado.
Puse y caja de seguridad a mi lado y
espere. La gente iba ay venía y seguía esperando. Comenzó a oscurecer y seguí
esperando; las luces de la explanada se prendieron alumbrando la mayoría de los
rincones de la plaza y aunque ya era la única en ese lugar, seguí esperando.
Un
auto pasó lentamente por el cuadro de la explanada y se detuvo enfrente de mí.
Era su auto.
Nadie salió de él y no reconocía si iba
solo el conductor o con alguien más por la oscuridad pero me levante de mi
lugar, tome la caja de seguridad y camine hacía el carro.
La puerta de atrás del conductor se abrió y
salió un hombre gordo con jeans y camisa de cuadros roja. Quede congelada al verlo caminar hacía el
maletero, abrirlo y sacar un costal que coloco en sus brazos y después tiro en
la acerca enfrente de mí.
Mi mirada se fijó en ese costal sin
importarme que el hombre se subiera al carro y esté se fuera tranquilamente por
la calle hasta desaparecer en una esquina.
Seguía inmóvil, a unos metros del costal
hasta que este se movió un poco. No sé porque pero corrí hacía él, me puse de
rodillas y abrí el costal.
Algo presentía, algo sabía, algo estaba en
mi mente de lo que estaba pasando y me estaba advirtiendo que mientras más el
tiempo pasara más probables se volvían las malas noticias; pero no peor de
todas.
De inmediato que lo vi dentro del costal comencé
a llorar descontroladamente. Todo ensangrentado, golpeado, débil en su
respiración y en su parpadear que cubrían sus ojos hinchados que me veían con
pena y vergüenza, con dolor y lastima, con amor y pasión.
No éramos capaces de decir una palabra, yo
en mi sollozo y el en su dolor hasta que su parpadear se detuvo y su
respiración seso. Había muerto en mis manos el hombre que ame a primera vista.
No hubo un adiós o un te amo, solo lágrimas
y dolor.
Este había sido el fin de todo, el último
encuentro.
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