viernes, 18 de noviembre de 2011

Pequeñas historias de la tarde nublada

Se escucha el Blues de Hugh Laurie en la computadora mientras escribo uno de los tantos textos que jamás serán vistos, leídos o comentados.

Por la ventana esta el árbol que he visto toda mi vida y la universidad que construyeron sobre la acera, una pareja de universitarios pasan por la acerca platicando acerca de cómo les fue en el día y contando sus múltiples anécdotas de preparatorianos, mientras otra pasa en dirección contraria a ellos, estos van discutiendo acerca de los errores que cometió uno de ellos en la relación supuestamente estable.

En la acera de enfrente un carro suena precipitadamente sobre la ya ruidosa avenida. Dentro hay una mujer que habla por teléfono con su mamá acerca de su hermano que es un desastre y que como puede ser que le siga ayudando después de todas sus tonterías.

  A un lado del auto esta la estación del metrobus donde hay un hombre parado esperando al bus que pase para que lo pueda llevar a la plaza donde se encontraría con sus amigos que hace años no veía por las distancias de la vida. Atrás de él está un viejillo sentado en una banca pensando en su viuda esposa y de cómo vio cambiar la ciudad en la que vive en lo que hoy es.

Mientras el viejo ve pasar a la gente, el policía de la estación observa a la mujer de vestido rojo que pasa en frente de sus ojos y sin discreción ve sus atributos como dos regalos de navidad a un niño. La joven mujer camina sobre la estación pensando en su amante que la espera en su casa para que luego se fueran a comer.

El cielo está nublado y empieza a llover sobre la ciudad.

Las parejas, la mujer del auto, el hombre de la estación, el viejillo, el policía y la mujer de rojo miran al cielo sorprendidos por la llovizna y siguen con su vida.

En un puesto de comida que mira a la estación atiende una señora de edad madura que siempre localiza en su radio portátil su estación de radio donde transmiten diversas canciones de amor y dedican serenatas.

El radio atraviesa mi ventana mientras veía al árbol que está más viejo que yo.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Un muerto para la ocasión

El día era soleado y la gente gritaba y se divertía, las veían que necesitaban para sus bien nutridos hijos estos se divertían viendo a los juguetes mecánicos del puesto de alado y creyendo cada cosa que se les atravesaba. Era una época en la que se honraban a los que se nos habían adelantado poniendo una colorida ofrenda llena de fruta, fotografías y papel picado decorativo de la ocasión. Las brujas, los fantasmas, las calaveras y los monstros son la sensación; pero todo era falso, desde las mascaras, los disfraces y los detalles de maquillaje que hacían que uno se viera horrendo. Todo espantaba a simple vista pero si alguien era realmente un monstro, ¿cómo lo sabrían?

Se llamaba Marco y era vendedor ambulante del mercado de Jamaica de la ciudad de México y yo fui su último comprador. Era un hombre agradable y sincero hasta cierto punto, pero tenía unos gustos algo aterradores y su móvil era una camioneta Ford de carga; y con ella atropellaba a cualquier persona y además las remataba. Muchos dirían que hacía es cualquier micro bucero de esta loca ciudad, pero lo que lo definía era que en realidad trabajaba a la media noche en las zonas más inseguras y aunque su víctima estuviera arriba de la acera, el simplemente las atropellaba. No había testigos, ni pruebas solo una defensa que siempre ha estado golpeado y un parabrisas que siempre ha estado roto.

El comerciante era amigo de cualquiera, hasta de mí, un simple asesino a sangre fría que disfruta acechar a sus víctimas, apresarlas y hacerlas sollozar y rogar por su vida para luego arrebatárselas y al final escribir el relato y subirlo en un blog como un joven preparatoriano. Y ese amigo solo tenía o tiene una regla, “solo gente mala”. Lo que facilito todo e hiso que pareciera un lindo blues bajo la noche temprana de una ciudad que necesita justicia. Fue una hermosa noche y todo tan fácil que…uf, me relajo.

Me presente, conversamos y le invite unos tragos al final de la vendimia. Ya eran las doce de la noche cuando excuso que se tenía que ir a descansar, tomo su camioneta y se dirigió a su “casa” a divertirse un rato. Lo seguí y antes de que atropellara a otra persona me hice pasar como un ratero de autos rompiendo su ventanilla y golpeándolo en la cabeza para adormecerlo. Todo obviamente con su debida precaución así que no hay huellas o rostros reconocidos.

Me senté en el lugar del conductor y lo inyecte como de costumbre. Maneje toda la noche por la carretera y me estacione en una casa vacía en un pueblo perdido de dios. Lo saque de la camioneta, lo desvestí y envolví en plástico; antes de lo esperado despertó y gimió del horror que veía, un hombre sentado encima de él con guantes de látex y un cuchillo afilado que pasaba por entre los dedos. Por desgracia no podía hablar, tenía la boca atada, pero claro que preguntaría lo que todos preguntan en ese tipo de situaciones así que lo mire aburrido pero con una sonrisa de oreja a oreja y alce el cuchillo como la espada excalibur y lentamente lo fui bajando hasta su pecho y empezó a penetrar esa piel grasienta y esos músculos aguados hasta que llego al piso.

Solo gimió y alzo su cara lentamente hasta que perdió la vida, tenía los ojos abiertos y una lágrima salía por uno de ellos. Me levante del piso y tire sobre el cuerpo sin vida una lata de gasolina y un serillo.

Salí de la casa tranquilamente mientras esta se calcinaba con un hombre adentro de ellla y para una buena postal voltee inocentemente a ver la casa al rojo vivo y dije: “Feliz día de muertos”.

Empecé a caminar por el pueblo y recordé que tenía que hacer algo que hace tiempo quería hacer, visitar a mis muertos, o lo que quedaba de ellos; por lo menos donde dijeron sus últimas palabras.