¿Qué había pasado? ¿Cómo había pasado? No lo sé, solo que el
hombre al que había amado tal vez no por mucho tiempo ahora estaba con sus ojos
abiertos mirando al espacio en total inmovilidad. Su cuerpo estaba conmigo,
pero no su alma, no su ser. No era él y no podía hacer nada más, solo llorar
por momentos, lamentarme por no poder hacer algo, no estar con él.
Casi no lo conocía y estaba más fascinada de su entrega y su
pasión que tal vez de su forma de ser pero a pesar de eso puedo asegurar que me
hubiera encantado estar con él y haberlo conocido más.
Todo estaba sentenciado, todo había acabado y ahora no había
nada más que hacer; con una excepción.
Conseguir un arma en un pueblo gobernado por narcos no es difícil;
hasta en una farmacia es posible.
Dejar el cuerpo abandonado en la plaza
principal y alejarme de él; eso era lo difícil, sin mirar atrás y aunque la
tristeza estaba conmigo no podía regresar el tiempo y aunque moría por dentro
al saber lo que le había sucedido no podía volver, no podía volver a ver sus
ojos, a volver a sentir sus labios y sus fuertes manos; no podía, ya no era él.
No era un adiós, sino un nos vemos en un momento o eso espero; nunca saber qué
hay del otro lado.
Regresar al bar donde lo vi tomando una bebida oscura que
ahora sé que era refresco de cola y no verlo sentado me dio un poco de alivio;
no iba a ser observador ahora de mis pecados y yo siendo monja, creo que eso es
pena capital.
A quien si vi fue a aquel gordo que me amenazaba cuando lo
deje abandonado semidesnudo en un cuarto en donde se estaban profanando cuerpo
y almas. Aquel gordo de quien no estaba segura de que era autor del rompimiento
de mi corazón pero él iba a pagar.
Lo único que iba a obtener de mi era una bala.
Me acerque a él y sin más lo bese, lo bese con supuesta
pasión y lujuria aprisionando su miembro con mi mano y de la nuca con la otra.
Se levantó de su lugar, me tomo de la mano y me llevó al fondo del lugar; donde
estaban los cuartos, donde estaba su tumba.
Abrió la puerta y fue el primero en entrar; miro en todas
direcciones y me daba la espalda. Entre detrás de él y cerré la puerta con
llave sin nunca darle la espalda.
Se volteó y me observo con sus ojos grasientos y asquerosos,
con esos ojos con los que había visto miles de asesinatos, con los que había
visto miles de mujeres violadas, con los que observaba a los niños huérfanos;
con esos ojos observó el arma que sostenía en mi mano y abriendo un poco su
boca recibió la primera bala, en el pecho; la segunda, en el abdomen; la
tercera de nuevo en el pecho; la cuarta en un brazo y la quinta en una pierna.
Fue cayendo hacía atrás hasta quedar sobre la cama viendo el
techo, seguía con vida, escupía sangre de su boca y su camisa azul ahora era
oscura.
Me senté encima de él, con lágrimas en mis ojos y la mandíbula
firme puse la última bala del arma en su frente haciendo explotar todo lo que
estaba dentro de él. El cuarto ya no era blanco para darle un aspecto de
limpieza y aunque esto fuera una falsedad ahora el cuarto mostraba en verdad
que era, un lugar lleno de mugre con sangre derramada en las paredes y una par
de cuerpo muertos.
Alguien golpeaba la puerta tratando de abrirla hasta que lo
logró y me gire con el arma aun firme.
Fue cuestión de minutos en lo que recibí también una buena
cantidad de balas, en lo que caía sobre la alfombra también manchada por la
sangre del hombre y en lo que deje de existir en este mundo.
Decidí tener una vida con una máscara de una monja que
vendía galletas y le daba su bendición a narcotraficantes; una máscara en la que
cubría a una mujer aficionada a las drogas, al alcohol y al sexo hasta que esa
mujer conoció por accidente a este militar que la cuestiono y la puso en su
lugar; militar que le fue arrebatado a golpes por la sociedad.
Ahora, como se prometieron, se fueron de ese lugar y vivieron
nuevas vidas en el infinito.
FIN.
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