martes, 3 de febrero de 2015

Castidad. Parte 15. Final.

¿Qué había pasado? ¿Cómo había pasado? No lo sé, solo que el hombre al que había amado tal vez no por mucho tiempo ahora estaba con sus ojos abiertos mirando al espacio en total inmovilidad. Su cuerpo estaba conmigo, pero no su alma, no su ser. No era él y no podía hacer nada más, solo llorar por momentos, lamentarme por no poder hacer algo, no estar con él.

Casi no lo conocía y estaba más fascinada de su entrega y su pasión que tal vez de su forma de ser pero a pesar de eso puedo asegurar que me hubiera encantado estar con él y haberlo conocido más.

Todo estaba sentenciado, todo había acabado y ahora no había nada más que hacer; con una excepción.

Conseguir un arma en un pueblo gobernado por narcos no es difícil; hasta en una farmacia es posible. 

Dejar el cuerpo abandonado en la plaza principal y alejarme de él; eso era lo difícil, sin mirar atrás y aunque la tristeza estaba conmigo no podía regresar el tiempo y aunque moría por dentro al saber lo que le había sucedido no podía volver, no podía volver a ver sus ojos, a volver a sentir sus labios y sus fuertes manos; no podía, ya no era él. No era un adiós, sino un nos vemos en un momento o eso espero; nunca saber qué hay del otro lado.

Regresar al bar donde lo vi tomando una bebida oscura que ahora sé que era refresco de cola y no verlo sentado me dio un poco de alivio; no iba a ser observador ahora de mis pecados y yo siendo monja, creo que eso es pena capital.

A quien si vi fue a aquel gordo que me amenazaba cuando lo deje abandonado semidesnudo en un cuarto en donde se estaban profanando cuerpo y almas. Aquel gordo de quien no estaba segura de que era autor del rompimiento de mi corazón pero él iba a pagar.

Lo único que iba a obtener de mi era una bala.

Me acerque a él y sin más lo bese, lo bese con supuesta pasión y lujuria aprisionando su miembro con mi mano y de la nuca con la otra. Se levantó de su lugar, me tomo de la mano y me llevó al fondo del lugar; donde estaban los cuartos, donde estaba su tumba.

Abrió la puerta y fue el primero en entrar; miro en todas direcciones y me daba la espalda. Entre detrás de él y cerré la puerta con llave sin nunca darle la espalda.

Se volteó y me observo con sus ojos grasientos y asquerosos, con esos ojos con los que había visto miles de asesinatos, con los que había visto miles de mujeres violadas, con los que observaba a los niños huérfanos; con esos ojos observó el arma que sostenía en mi mano y abriendo un poco su boca recibió la primera bala, en el pecho; la segunda, en el abdomen; la tercera de nuevo en el pecho; la cuarta en un brazo y la quinta en una pierna.

Fue cayendo hacía atrás hasta quedar sobre la cama viendo el techo, seguía con vida, escupía sangre de su boca y su camisa azul ahora era oscura.

Me senté encima de él, con lágrimas en mis ojos y la mandíbula firme puse la última bala del arma en su frente haciendo explotar todo lo que estaba dentro de él. El cuarto ya no era blanco para darle un aspecto de limpieza y aunque esto fuera una falsedad ahora el cuarto mostraba en verdad que era, un lugar lleno de mugre con sangre derramada en las paredes y una par de cuerpo muertos.

Alguien golpeaba la puerta tratando de abrirla hasta que lo logró y me gire con el arma aun firme.
Fue cuestión de minutos en lo que recibí también una buena cantidad de balas, en lo que caía sobre la alfombra también manchada por la sangre del hombre y en lo que deje de existir en este mundo.

Decidí tener una vida con una máscara de una monja que vendía galletas y le daba su bendición a narcotraficantes; una máscara en la que cubría a una mujer aficionada a las drogas, al alcohol y al sexo hasta que esa mujer conoció por accidente a este militar que la cuestiono y la puso en su lugar; militar que le fue arrebatado a golpes por la sociedad.

Ahora, como se prometieron, se fueron de ese lugar y vivieron nuevas vidas en el infinito.


FIN.

No hay comentarios: