martes, 13 de enero de 2015

Castidad. Parte 11

El camino fue silencioso, no me atrevía a verlo ni de voltear a ver a otro lado; solo con la mirada al frente, esperando a que él comenzara a hablar o si quiera me volteara a ver pero nada.

Ya habíamos salido del pueblo y el Sol comenzaba a erguirse sobre las praderas iluminando las casitas y al ganado que pastaba tranquilamente.

Era una mañana húmeda y calurosa, con el cielo despejado y el cantar de los pájaros. Pudo ser una mañana casi perfecta de no ser por el incómodo silencio del auto.

Llegamos a una casita de madera rodeada de pradera en donde se estaciono en el frente y me pidió que me bajara. El calor era aún más intenso afuera del auto así como el sonar de los insectos en las mañanas; un sonido ensordecedor.

La casita estaba maltratada por la madera podrida dada la humedad y daba un aspecto de estar inhabitada pero no del todo. Era de una planta y en el frente tenía solo una puerta y un par de ventanas por los dos lados de está. Faltaba la mecedora con un perro dormido a los pies de ella para que fuera una casa de un típico granjero americano, como los que muestran en las películas americanas.

Introdujo la llave, abrió la puerta y me invito a pasar. Un catre con un colchón y una almohada, un par de sillas de plástico de esas de la marca de cerveza que hay en las playas, una mesa redonda de madera con una televisión vieja sobre ella y una puerta en donde supongo que estaba el baño. ¿Qué más podía pedir? Estaba limpio, ordenado y estaba él conmigo en una casa en las afueras del pueblo a un kilómetro de nuestros vecinos, rodeados de praderas con trigales; en la tranquilidad del silencio de la mañana. Era un lugar en donde podría vivir toda mi vida, sin nada más.

Me quede parada en lo que creo que era la sala, jaló un par de sillas y me invito a sentarme con un gesto con su mano.

-¿Algo de tomar?- Me ofreció de espaldas; de esa espalda amplia.

-No gracias- Le dije tiernamente con una postura de niña buena sentada en la silla; con mis manos entre mis piernas juntas y cruzadas por los talones.

Se agacho y saco una lata de refresco de cola. No me había percatado del pequeño refrigerador del piso.

Tomo la segunda silla del respaldo y la coloco enfrente de mí dándole un sorbo a su bebida y se sentó.

Nos miramos por un par de segundos, los que me parecieron eternos hasta que dijo:

-Y bueno ¿Qué me quieres decir?- Y yo; yo le dije todo.

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