lunes, 15 de diciembre de 2014

Castidad. Parte 4

Es un pueblo simple, pobre, noble y humano que esta en medio de una gran problemática; la justicia que algunos tratan de hacer y la ilegalidad que todos saben pero que no se evita. Es un pueblo que vive de la pesca, las siembras y el narcotráfico. Algunos dicen que del turismo, pero es un turismo local y que solo dura una noche; es beneficioso para quienes quieren hacer un ajuste de cuentas o solo acostarse con alguna mujer que encuentren y se deje. Aquí como en otros lugares de esta república; los esperamos con las fosas abiertas, con cualquier fosa abierta.

Nosotras, las monjas; vivimos de vendarle galletas a esta noble gente pero también en venderle galletas a aquellas familias de narcos y a los mismos narcos, ahí es donde esta el dinero y no solo pesos hay veces que hasta dólares.

La razón de esto es porque los narcos fueron como cualquier campesino pobre que quería tener dinero y una vida mejor sin importar el costo; que estaba cansado de las escaseces y de una vida pobre y que soñaba con dinero, mujeres, autos y acción en su vida; aunque fuera corta. Por esta razón a vernos, al ver a las monjas recordaban sus momentos de comunión y sus orígenes ya que indudablemente este era uno de los tantos pueblos religiosos del país; donde se veneran a los padres y respetan a las monjas aunque no sepan lo que hay detrás de todo eso.

Había ocasiones en las que los narcos llegaban a nuestro puesto de galletas en sus lujosas y ostentosas camionetas y nos pedían que los confesáramos a cambio de una buena cantidad de dinero y aunque sabíamos que eso solo lo podían hacer los sacerdotes nosotras accedíamos ya que ese dinero se iba para nuestros múltiples gastos o para la iglesia. Era un secreto a voces.

El procedimiento era simple. Un par de sillas mirando en direcciones opuestas casi pegadas contra las espaldas y al decir las palabras mágicas de “sin pecado concebido” comenzaban los relatos.

Las historias eran en voz baja pero lo suficiente para escuchar todo lo que salía de las bocas de aquellos hombres de armas largas, lentes oscuros y joyas en el cuello y manos. Eran de cuantos hombres habían matado y como lo habían hecho, de cuantas mujeres habían violado y como lo habían hecho, de cómo habían dejado a niños huérfanos enfrente de ellos mismos, de cómo sus patrones  les daban las ordenes y de cualquier otro tipo de fechoría.

Ellos daban nombres y fechas pero por nuestros votos no podíamos ir a la policía a dar declaraciones; una, porque no nos lo permitía nuestro celibato y otra porque la misma policía lo sabía pero los oficiales querían vivir un día más.


Y después de las historias ellos se paraban de sus lugares y dejaban el fajo de billetes en su lugar. 

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