Puedo empezar desde que pedí ser algo más que un humano, que
un simple muchacho que quería hacer más para la sociedad y para sí mismo. Un
deseo que se cumplió realidad cuando conocí a aquel hombre desamparado debajo
del puente. Era un anciano con harapos por ropa, cabellera blanca, una barba
enredada, cartones mojados por piso, con sus pies descalzos y un olor
penetrante a alcohol.
Me ofrecí a ayudarlo, le tendí mi mano y él la acepto recargándose
después en mi persona y caminando unas cuadras hasta llegar a un lugar más seco
e iluminado. De inmediato se sentó en el suelo y lanzó un suspiro de cansancio
ante el frío existente.
Yo venía del trabajo y de la universidad, por ende, venía
bien abrigado previniendo el clima; pero ante un impulso de necesidad, no dude
en quitarme mi chamarra y dársela, la cual de inmediato se puso sin agradecer;
no lo esperaba de todas maneras.
“Me tengo que ir, permiso” fue lo que le dije ante de darle
la espalda y caminar un par de pasos antes de que me preguntara lo que me
marcaría hasta hoy en día.
“¿Qué estás dispuesto a sacrificar para dar todo de ti a
todos los que te rodean diariamente?” Su voz era profunda y sincera, sin una
gota de alcohol en su exclamación.
“Te di mi chamarra ¿no? A un desconocido que la necesitaba a
costa del regaño que voy a recibir más tarde y de mi propia salud” Mi respuesta
no fue talvez la más respetuosa, pero fue la única que pude formular en ese
momento.
“Eso fue solo una acción ¿qué estás dispuesto a sacrificar,
de tu vida, para ser algo más?” Ya era enojo, rabia; la necesidad de una
respuesta honesta lo que salía en un vaho de su boca.
Tarde en contestar porque me preguntaba qué era lo que quería
de mí. “La vida misma” Al final le dije.
Tan solo escucho mi respuesta y me tendió su mano cubierta
por un guante tejido, mugroso y desgarrado. “Demuéstramelo” Fue lo que dijo.
Soltando mi mano temeroso y con dudas hacía él fue que al
final la estreche y con un apretón fuerte que me tomó por sorpresa me
transporto a un mundo de dolor y alegría. Un mundo en el que veía todas las peores
cosas que me habían pasado en la vida, seguidas por todas las alegrías y risas
que había disfrutado hasta ese momento. Era mi mente en la que estaba de
vagabundo, viendo cada rincón de ella y abriendo cada puerta por más cerrada
que estuviera para al final de todo; ver un destello, como un flash de una
fotografía y estar en penumbra ciego por el haz de luz de la lámpara que estaba
arriba del techo donde había ido a dejar a aquel vago.
Ya estaba solo, tirado en el suelo hundido en mi sudor y
envuelto en un dolor de cabeza inmenso que apenas me dejo sentarme recargado en
la pared.
“¿Qué había pasado?” Fue mi primer pensamiento seguido por
un “¿El viejo?” Y volteando a ver en todas direcciones lo busque sin éxito. De
pronto reaccione y tenía la chamarra puesta, la que supuestamente le había
dado. No entendía que había pasado y no tenía la fuerza mental para averiguarlo
en ese momento; así que me levante lentamente y me fui caminando a mi hogar.
Llegando a esté recibí un abrazo seguida por una bofetada y
gritos de donde había estado toda la noche. Era cierto, ya era el día siguiente
y no me había dado cuenta.
Poca atención era a las preguntas y menos eran las
respuestas que podía dar; no sabía nada, no sabía que había sido real y que
había sido mentira así que opte por el silencio.
Llegue a mi cuarto y si tocar el interruptor de la pared
para prender la luz, esta se prendió. No me importo en ese momento. Ya desnudo
toque la manija del cancel de la regadera y me dio un toque potente, tampoco me
importo; pero cuando abrí la llave y el chorro de agua se vertió sobre mi
cuerpo, un hormigueo intenso comenzó por todos mis músculos poniéndome excitado
y con una enorme erección en mi miembro. Eso sí me importo. ¿Qué me estaba
pasando? Y no sabía que ahora era acreedor de algo llamado, un don o más bien,
una maldición.
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