miércoles, 7 de octubre de 2015

En las fauces del venado.

Corres a la máxima capacidad, corres hasta que las pantorrillas se vuelvan de piedra, corres hasta que la cabeza se te caiga del cuerpo y corres hasta que ya no sientes el suelo y solo vez pasar todo a tu alrededor.

Un árbol, dos árboles, tres árboles; pasto, tierra, el crujir de las hojas, el soplo del aire, el olor a tierra mojada y pisadas detrás de ti. Todo en un juego de luces y sombras en un día soleado en el bosque en el cual solo corres con tus tenis enlodados, con tu música entrando en tu cerebro, con tus pantaloncillos cortos mojados por el líquido que sale por cada uno de tus poros, con tu cabello hecho un desorden y con tu piel rasguñada por las ramas, troncos, piedras y ríos que has tenido que pasar para no detenerte y solo seguir corriendo sin razón aparente.

No has tomado agua, no has comido algún alimento y no has dejado de respirar agitadamente. Observas las plantas y los animales que te observan mientras no te detienes. Escuchas las hojas que se rompen con tu paso y el viento soplar por momentos. Sientes el calor de los rayos de luz y el agua pasar por tus piernas mientras tratas de pasar sobre ella. Y saboreas tu sudor y el aparente aire fresco que te rodea.

Corres y no te detienes porque a pesar de estar cansado quieres seguir adelante y dar todo de ti. Brincas, gateas, nadas y hasta te balanceas para no dejar de moverte.

Te topas con alguien que corre a la par de ti, que corre a tu lado por ese solitario bosque. Van los dos juntos cazando el liderato y solo sonríes porque él, al igual que tu; no se va a detener.

Empieza a tomar la delantera hasta que lo pierdes de vista, tú sabes que diste todo, que es más rápido y que actualmente es imposible alcanzarlo en esas condiciones. Pero tú te distraes por esta situación y no te das cuenta que está detenido en tu camino, que te está esperando y que te diriges directamente a él y que estas a punto de envestirlo.

Como puedes cambias el rumbo para no tocarlo pero es inevitable el no chocar con los árboles, las piedras, los arbustos y al final terminar tirado viendo al cielo en la tierra mojada bajo un haz de luz que ciega tu mirada. Y así sucede.

Sientes la tierra mojada en la espalda, el dolor de las piernas y brazos, el calor de tu frente y de tu pecho y la resequedad de tu boca; respiras lentamente y tu cuerpo se relaja. Tratas de levantarte lentamente y lo vez aun ahí parado, mirándote con desdén, con furia y con superioridad.

Los dos parados, viéndose directamente a los ojos; esos ojos negros, grandes y enfocados; esos cuernos afilados, largos y peligrosos; ese cuerpo tierno, noble y seductor y esa sensación conjunta de seducción por su apariencia y de peligro por sus objetivos.

Sabes que hacer y él también. Corren uno hacia el otro en cámara lenta para al final, cuando ya están cerca, él dando un gran santo con los cuernos de frente  y tú con un puño erguido; chocar y perderse entre el sonido de un rayo que acaba de caer en medio del bosque.

Despiertas tirado en el suelo y ya no está, pero no te importa; algo acaba de suceder que te hace dar cuenta que nunca se va a separar de tu lado, que él ahora es tu y que tú eres ahora él.

Te levantas, sonríes como nunca y sigues corriendo como nuca lo has hecho.  

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