viernes, 25 de julio de 2014

Entre grasa y gasolina.

Viajas sobre la avenida de Municipio Libre hasta llegar a la esquina con Eje Central; tomas la cuchilla del lado derecho y sigues derecho por dos cuadras hasta llegar a una esquina donde se encuentra un supermercado con dos “o” y dos “x”; dos locales adelante sobre la calle de Bulgaria llegas a un taller mecánico llamado Transmisiones Automáticas.

Es un taller amplio de color blanco y negro custodiado por una perra grande que cuando le rascas detrás de las orejas se pega a tu pierna pidiendo más. Protegida por un taquero al que le llaman El Gordo pero que si le pides algo, te lo da sin decir nada. Organizada por un mecánico de nacimiento llamado Andrés y con un gran equipo de trabajo en donde destacan El San Juditas, Marco, Hugo, Odón y Mickey; hombres de familia y maestros en el ámbito de las transmisiones automáticas. Con ellos conviví por dos semanas en las que llegue como aprendiz y salí como un chalan al que le invitaban a dejar sus estudios y quedarse ahí para aprender más y ser parte de esa familia cubierta de aceite y con olor a gasolina.

El horario de trabajo era de 9 am. A 8 pm. Entraban de tres a cuatro autos y salía solo uno; al día. A veces desayunábamos y a veces comíamos. Siempre bromeábamos mientras escuchábamos las canciones cristianas que nos ponía Andrés en su celular.

Aprendí más de lo que pude imaginarme, hice más de lo que pensé que iba a hacer en mi estadía como por ejemplo ayudar a bañar a la perra, el primer día bajar mi primera transmisión, quitar la natilla del techo para recolectar agua, limpiar y ayudar a armar direcciones, limpiar y ayudar a desarmar cajas de autos, acarrear litros tras litros de agua, barrer y aprender a limpiar un piso lleno de grasa, aceite, mugre y gasolina, levantar los muertos de la misma perra y hasta dar clases de computación.

Fueron dos semanas en las que al final mientras escuchaba la canción de Pompeii de Bastille en el único día donde pudimos poner música diferente a la religiosa por el radio me despedí de cada uno de ellos, de esos mecánicos que llevan años haciendo su trabajo y de los mismos que de vez en cuando no entendía de lo que hablaban; les agradecí su tiempo para explicarme lo que hacían y su paciencia para enseñarme lo que hacen día a día.

Hoy termino una aventura en la que fui invitado a seguir o regresar cuando desee. Y claro que regresare.

Cortarse, quemarse y llegar al dolor valen la pena; la gente se da cuenta del esfuerzo y de las ganas de querer más.

“¿No entiendo que haces aquí?” Una pregunta recurrente que me hacían los del taller. Mi respuesta, aprender.

Las cosas que cuestan son las que más valor tienen en esta vida.

Hoy soy orgullosamente estudiante, profesor y chalan.

“Ve con Dios y ojala regreses porque si no lo haces, entonces es que ya estas con él”

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