Miraba intrigada a la Luna que la iluminaba a través de las
ramas de los demás árboles. Tenía los brazos cruzados esperando a que la lluvia
se convirtiera en tormenta. Cuando su contario llegara a la tierra en un rayo
fulminante e iluminara el lugar aunque sea por un momento y después esté haría estruendos
a la naturaleza anunciando su llegada.
Y como esperaba, esa noche se fue volviendo perfecta.
Primero un par de gotas, luego más constantes para al final
caer como un diluvio sobre el bosque juntando en lo alto del cielo las nubes oscuras
que se preparaban para desatar su fuerza interna a los habitantes de la Tierra.
Dentro de las nubes se juntaban pequeños destellos de luz
que hacían crecer poco a poco una esfera luminosa y en esta se iba
distinguiendo una figura de un hombre que también crecía poco a poco. Todos los
destellos se unieron y la gran circunferencia con el hombre dentro parecía latir
ya que aumentaba y disminuía su esplendor; primero a un ritmo calmado y este
aumentaba hasta que ya no percibirse el cambio de luz. La madre naturaleza solo
veía la nube desde la Tierra esperando el estallido que vendría en un segundo después.
La mujer dejo de recargarse en el árbol y también dejo de
tener los brazos cruzados; era la señal de que el hombre podía bajar a su
bosque. De la nube salió una línea de luz quebradiza con dirección al suelo y
al chocar con esté la tierra vibro, el bosque se ilumino y el silencio se rompió
con un grito ahogado. Fueron segundos los que pasaron.
Donde el rayo cayó
apareció un hombre parado; el mismo que estaba creciendo dentro de las nubes.
La madre naturaleza y el hombre iluminado se miraron
fijamente por minutos sin decir una palabra hasta que él empezó a caminar a
donde estaba ella. La dama por su parte retrocedía hasta chocar con el árbol en
el que estaba recargada evitando que se pudiera mover más.
De pronto el hombre desapareció del lugar y ante el ojo de
los mortales sus movimientos eran impredecibles pero, ante los ojos de la
naturaleza, ella veía como se movía ágilmente en el espacio entre los dos para
llegar a estar frente a ella rápidamente.
Sentían su respiración, olían sus dulces aromas y se
devoraban con la mirada. Él la beso rápidamente y ambos se fundieron en la
oscuridad de sus pupilas y en la pelea de sus labios y lenguas.
En lo alto de ellos, algo inesperado comenzó a aparecer en
el árbol y en su alrededor. Del suelo y de las ramas comenzaban a salir flores
que abrían sus pétalos mostrando su esplendor. Todo era de colores y se
comenzaba a percibir el aroma.
Del árbol cayó la flor más hermosa y como vidente la dama la
tomo con una mano aunque tenía los ojos cerrados; la sostuvo con delicadeza hasta
que el hombre la tomo de esa mano dejando la flor entre sus dedos y todo
cambio.
Velozmente la flor se fue marchitando hasta hacerse negra y después
hacerse polvo. Lo mismo pasó con todas las flores del lugar, iban perdiendo su
firmeza luego su color y al final solo se volvían polvo dejando al árbol
desnudo con sus ramas y a la tierra sin siquiera pasto.
El caballero la tomo
con más fuerza y transmitía su pasión a ella con cada beso y caricia que le
daba.
La lluvia dejo de caer y el aire hacia presencia, las
corrientes los rodearon hasta hacer un tornado a su alrededor donde ellos
estaban en medio.
El tornado iba del suelo hasta lo más alto del cielo y
giraba a alta velocidad.
La dejo de besar en los labios y la miro fijamente volviendo
ambos a abrir sus ojos. Se quedaron así unos momentos hasta que volvieron a
juntar sus labios pero ahora de una forma lenta quedando pegados y demostrándose
su amor.
En ese momento el tornado dejo de ser de aire y ahora era de
fuego, donde el calor aumentaba y las llamas arrasaban con todo a su alrededor abrazando
a la naturaleza tocándola delicadamente y después uniéndose a ella hasta ser
solo polvo.
El bosque desapareció incendiado junto con esa dama dueña de
todo lo verde de la naturaleza y con aquel hombre que aparecía solo en la
oscuridad de la noche haciendo estallar a la Tierra.
“Los placeres
violentos terminan en la violencia, y tienen en su triunfo su propia muerte,
del mismo modo que se consumen el fuego y la pólvora en un beso voraz” Romeo
y Julieta, Acto II, escena VI
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