Una bailarina danzando en un pasillo alumbrado solo por los majestuosos
candelabros de un techo no muy alto, pasaba puerta en puerta tocando solo dos
veces mientras que con sus movimientos agraciados brincaba de derecha a izquierda
y de izquierda a derecha mientras tocaba dos veces. Su vestido era blanco y
usaba zapatillas, de vez en cuando giraba sobre su propio eje y sin cansarse
bailaba por el inmenso pasillo tocando solo y solo dos veces. Su cabello era café
como la más fina de las maderas y su
piel blanca como la nieve, sus labios eres rojos fuego y sus ojos oscuros y rasgados se abrían para
expresar miles de cosas y se cerraban para causar incertidumbre y suspenso. No
era muy alta ni muy delgada, era de cuerpo promedio pero se movía con sigilosa
por el estrecho pasillo. Por las puertas que tocaba a ton, sin perder el ritmo
y alertando a todos los vecinos que había. Era el llamado, un llamado de la
noche y tenía que salir con sus mejores prendas todas las personas para que
pudieran darle una digna bienvenida a la nueva Luna que se acercaba.
Detrás de cada puerta había un vecino, un personaje característico
y solo junto a él esta su herramienta favorita y su vida entera. Los cuartos
estaban vacios y entregados a la oscuridad y solo con un foco alumbraban cada
esquina al igual que con una silla y su herramienta que se convertiría su vida
entera.
Había un pianista que vivía en su habitación con su novia
que le besaba los dedos día a día. Una bailarina de ballet con un tubo de forma
horizontal y un espejo en el cual veía su belleza inigualable y como se volvía
cada vez más flexible. Un poeta con una libreta infinita de hojas y una pluma
que nunca se acabaría, el piso estaba lleno de sus obras, mismas que eran
hermosas, únicas y diferentes a lo que el mundo había visto. Un pintor con una
pared blanca y cajas repletas de pinturas de todos los colores que pudieran
existir. Un carpintero con una mesa, un hacha y madera que aparecía día a día
aunque sus obras desaparecieran al día siguiente por falta de espacio a él
nunca le molestaba y seguía creando figuras de sus demás vecinos que solo veía una
vez al año. Un maestro, una tejedora, un científico, un filosofo, un escultor,
una actriz, etc.
Eran personas que no salían de sus cuartos a menos que fuera
el día de la bienvenida de la nueva Luna. Todo el año, todos los meses y todos
los días estaban encerrados, no comían, no dormían, no tenían necesidades físicas,
eran seres que habían dejado la realidad para empezar su propio mundo en el que
ellos eran dueños.
Al escuchar el sonido de la puerta al ser golpeada por el
otro lado sabían que debían de dejar lo que estuvieran haciendo y ponerse su único
y segundo conjunto de ropa; un traje o un vestido. El pintor dejo sus pinceles,
el pianista dejo de tocar, la tejedora soltó su estambre y el carpintero de sacudió
sus manos. En un momento todos se quedaron parados en sus habitaciones y vieron
sus ropas formales aparecer listas en los picaportes de la puerta de entrada y
salida. Con tiempo y sin demoras todos se cambiaron.
En un mismo momento todos abrieron las puertas y se volvieron
a ver soltando una sonrisa amigable y estrechando una que otra mano. Voltearon
a ver el final del pasillo y observaron a la bailarina parada de manera muy
recta viéndolos a todos y haciéndoles un gesto de que la siguieran, desapareció
en otro pasillo y los demás salieron de sus puertas sin voltear atrás y con un
paso firme, seguro estaban a punto de ver a su nueva iluminación.
Todos estaban en un castillo, una mansión inmensa llena de
pasillos alumbrados por los mismos candelabros y de puertas del mismo tipo
separadas por la misma distancia, pero adentro de cada uno había una persona
diferente. Eran puertas incontables, eran pasillos eternos, era una mansión en
la que había mundos diferentes y esta noche todos esos universos se juntarían.
La bailarina salió de la gran puerta principal del castillo apurada
y con una gran sonrisa, seguida de ella venían todas las personas caminando
tranquilamente pero contantes por parejas. Eran decenas, centenares, miles de
personas las que salían por esa gran puerta de madera y se dirigían al barranco
donde ya los estaba esperando la bailarían que ahora tenía un vestido aun más
elegante del mismo color blanco, era un vestido de novia con detalles mostrando
flores y líneas como si fuera una cebra teñida de blanca; un ser majestuoso y
hermoso.
Cuando todos llegaron al barranco lo único que hicieron fue
ver el cielo y esperar. Delante de todos, la bailarina ansiosa esperaba la
llegada de la nueva Luna cuando sintió que alguien le estrechaba la mano y se
paraba a un lado de ella, lo volteo a ver y era un hombre no muy lato a ella,
con el cabello corto y vestía de un traje ajustado a su medida, era el traje más
elegante al igual que el vestido de su pareja. Los ojos del hombre eran cafés
claros y sonriéndole a ella la vio tranquilamente disfrutando de ese momento.
Nunca apartaron sus ojos hasta que llego el momento, el
momento en que todos observaron como las nubes se abrían y aparecía una nueva
Luna, la Luna que verían por minutos antes de regresar al castillo; la Luna que
todos ansiaban para inspirarse pero era diferente para la bailarina y el caballero
del frente.
Era la única vez en la que se veían a los ojos, en la que se
estrechaban de la mano y en la que antes de partir se daban un beso que duraba
minutos pero todos sabían que para ellos duraban años y cuando se separaban ya
esperaban al año siguiente para volverse a ver.
Todos vivían en mundos diferentes pero se unían al salir la
Luna una vez al año, bajo la Luna estaban juntos y mientras esta existiera nunca
se iban a separar; era la ley que regia al castillo y sus vidas; la promesa del
hombre y la bailarina, la inspiración de todos los que vivían en sus mundos.
Bajo la misma Luna existirían y todo lo que desearan podía
realizarse.
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