Como todo administrador de proyectos ingenieriles; es
importante en la planeación, en la elaboración y en la conclusión de las
actividades, después de eso; es arrinconado en un cubículo y olvidado hasta el próximo
gran reto. Todos saben que él es quien más sabe, quien desde un principio puede
decir que está mal y que está bien, quien tiene una mano dura cuando es el líder
y no tiene piedad con los peones y quien más resulta afectado por los
resultados finales; es por eso su imposición de perfección.
Así como el administrador de proyectos que en ese momento es
el Rey, el mandamás y la máxima autoridad en el tiempo de duración de proyecto;
tiene que ceder su poder al príncipe y eso es lo más duro de todo. No fue el
camino para poder tener la confianza de los jefes y apropiarse primero de
proyectos pequeños que grandes empresas ya no querían hacer ni cuando los
grandes proyectos uno ya no los buscaba, sino que los proyectos lo buscaban a
él; como si fueran pequeños niños buscando a un padre que los pudiera guiar a
su camino de esplendor y éxito total. Lo más duro de todo es alejarse de todo
el legado que se fue escribiendo poco a poco, paso a paso, con tropiezos y
errores, con algo de suerte por momentos y casos de ironía que hasta asustaban;
es ver que la utilidad de uno, del administrador, ya no es viable para la compañía
en la que se dejó todo, en pocas palabras, que lo hagan a un lado para abrirle
paso a las nuevas ideas de las nuevas generaciones; de esas ideas frescas y de
esa vigorosidad con la que uno entra a trabajar.
Esta es la historia de aquel Rey que empezó siendo un príncipe
torpe e ingenuo para después gobernar el mundo entero y terminar con una muerte
anunciada de una de sus vidas.
Había una vez un príncipe, hijo de un rey; el cual era
tonto, torpe, ingenuo, estúpido, burro, idiota, pendejo, puto, maricón y demás
cosas que el rey, la reina, la servidumbre, su pueblo y hasta sus lacayos le
decían y pensaban de él. Era un novato, un principiante y todos pensaban que no
daría el ancho en el trono cuando fuera el momento de cedérselo hasta que un
día, sin haberlo planeado, sin haber hecho algún precedente o sin si quiera
haberlo prevenido las más grandes mentes religiosas o científicas de todos los
tiempos, el joven príncipe; hijo de un rey, empezó a aprender.
Comenzó a ver, escuchar, sentir, saborear y hasta a oler
como sucedían las cosas a su alrededor; como se comportaba el rey con la gente
que le convenía y como con la gente que no le convenía, como los lacayos hacían
sus labores diarias de principio a fin, como el pueblo pensaba y actuaba ante
diversas situaciones, como la reina le gustaban las cosas y como debería ser
tratada. Bajo un perfil discreto, el futuro rey comenzó a saber cómo eran y
como debían ser las cosas mientras seguía recibiendo las críticas de los demás,
pero a él no le importaba; sabía que iba a ser todo lo contrario; sabía que iba
a ser exitoso pero sobre todo, recordado.
Pasaron los años y el rey comenzó a volverse viejo y a
cometer errores, uno tras otro hasta que el momento llego; el príncipe ahora se
volvería el Rey.
Nadie seguía creyendo en él, nadie lo quería, nadie lo
adoraba, nadie le aplaudía, nadie lo vitoreaba, nadie le daba ni un pan pero
desde el momento en que se le coronó y se sentó por primera vez en esa silla
tan ansiada todos vieron esa mirada concentrada, furiosa, ansiosa, fuerte,
violenta y llena de energía, y todos adivinaron y acertaron en que él, aquel príncipe
del que se mofarán por años, era el
nuevo Rey.
Con mano dura, con sensibilidad, con inteligencia, con
astucia, con maldad, con alegría y con energía las cosas comenzaron a cambiar
en el pueblo que primero decayó y enfureció ante los nuevos mandatos e
imposiciones del Rey pero que poco después las cosas comenzaron a cambiar, a
mejorar con el tiempo y a prosperar con el trabajo de todos hasta decir que ese
fue el reinado más grande jamás creado.
El Rey podía ser amado u odiado y ya casado y con un futuro
hijo en el trono los años pasaron así como lo que fue en un principio.
Llegó su hijo al trono y él tuvo que hacerse a un lado
dejando de lado su reino y todo lo que había hecho, dejando de lado una de sus
vidas pero obteniendo otra.
Durante el mandato de su padre y durante el suyo, el Rey se
dio cuenta que el no pudo haber hecho tantas cosas por sí solo, que el solo era
el administrador y el líder pero que quienes en verdad hicieron las cosas fueron
sus trabajadores, fue el pueblo; fue la gente que dependía de él. Así que un
día, un buen día ya en su jubilación de su trono, una semana después de haber
dejado su corona y haber planeado mucho decidió llamar a la gente del pueblo,
escucharlos y proponerles algo; darles voz y voto y, así durante años y empezando
en una pequeña pradera donde reunió a la gente, comenzó una revolución que duro
años, siglos, milenios y aún no termina.
El Rey murió de viejo al poco tiempo iniciadas las revueltas
de su antiguo reino.
Los reyes tienen una
muerte anunciada, pero quien quiere a pesar de todo ser el Rey; siempre será el
Rey.
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